CLAUDIO BRAVO CÁMUS
Claudio Bravo nació en 1936 en Valparaíso. Fue el segundo entre siete hermanos y creció en un entorno familiar tranquilo y protegido por el carácter recto y serio de su padre, Tomás Bravo Santibáñez y la tierna dedicación de su madre, Laura Camus Gómez. Estudió en el Colegio San Ignacio de Santiago. Según señala la periodista Sonia Quintana en el catálogo, “no sólo llamó la atención de sus profesores por su facilidad para dibujar, sino que fue celebrado como solista en el coro y activo participante en las academias literaria, de música y de teatro en las que dejó la huella de sus prometedoras capacidades...”
Interno en el colegio, regresaba los fines de semana al fundo familiar en Melipilla, donde se dedicaba a pintar, montar a caballo y nadar, sus grandes pasiones. “Para mí la felicidad es estar pintando un cuadro que me apasiona y que me tiene concentrado y entretenido. No sé vivir sin la pintura”.
Gracias al Padre Prefecto Francisco Dussuel, tomó clases con el maestro Miguel Venegas Cifuentes, con quien estableció una relación de profundo afecto. “Fuiste el primero que me enseñó de los aceites, los colores y los aguarrases”, le escribía desde Europa cuando ya había conquistado reconocimiento y fama. “El retrato se me daba muy bien”
A los 17 años inauguró su primera exposición individual y rápidamente vendió todos sus cuadros. A los 19 repitió la hazaña. “A partir de ese momento la obra de Claudio Bravo empezó a ser aplaudida por el público, ignorada por la mayor parte de los pintores y discutida por la crítica, un fenómeno que se repetirá a través del tiempo. Para muchos su creación suscita reacciones opuestas equivalentes al amor o el odio. Indiferencia nunca”
A los 24 años se fue a Europa, primero pensando en París, pero finalmente se quedó en Madrid, donde rápidamente comenzó una glamorosa vida social y empezó a retratar a las más importantes personalidades de la época. Llegó a pintar más de 300 retratos en ocho años, incluyendo al Rey Juan Juan Carlos, a la Reina Sofía y a las Infantas.
En 1970 realiza una exposición en Nueva York, que obtiene muy buena crítica. Entonces, decide hacer un cambio radical y se radica en Tánger, Marruecos. La atmósfera es de una intensidad única. “El color, la luz, el paisaje, los olores y sonidos armonizan con su gente que, vestida con su típica túnica o chilaba, parece sacada de un pasaje bíblico. Esta realidad en la que conviven pasado y presente conforman un universo misterioso que incita fuertemente a la exploración. Es difícil imaginar un mejor escenario para el cambio de giro existencial de un artista”.
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